Hace un tiempo tomé una de las decisiones más aterradoras y más liberadoras de mi vida: renunciar al mejor trabajo que había tenido.
Sí, ese donde me valoraban, me reconocían y me proyectaban un futuro brillante. Todo era “perfecto”... excepto por algo: yo ya no me sentía cómoda.
La montaña rusa emocional del “todavía no”
Durante meses viví en una montaña rusa emocional. Cada lunes me prometía: “esta semana sí renuncio”, y cada viernes me decía: “tal vez todavía no es el momento”.
No era falta de oportunidad, era miedo. Miedo al cambio, al fracaso, a perder lo que había construido. Pero también y eso me costó admitirlo, miedo a quedarme igual.
Por mucho tiempo creí que el miedo era un enemigo, una señal de que algo iba mal.
Hoy pienso distinto: el miedo, más que un obstáculo, puede ser una brújula. Y lo descubrí justo en ese proceso de soltar lo que más quería.
El cambio no llegó de golpe: llegó en partes
Pasaron casi doce meses entre el primer pensamiento de “¿y si emprendo?” y el día que, con las manos sudando, entregué mi carta de renuncia.
En ese tiempo viví todas las fases emocionales posibles: entusiasmo, culpa, ilusión, miedo, MÁS MIEDO… y una certeza muy silenciosa: quedarme donde estaba también me daba miedo.
Porque a veces quedarse duele más que moverse.
No un dolor evidente, sino esa incomodidad silenciosa que se siente cuando sabes que podrías ser más, pero eliges la comodidad de lo conocido.
La pregunta que me cambió el rumbo
El cambio no vino con una iluminación repentina. Fue un proceso lento, lleno de conversaciones conmigo misma, presupuestos en Excel y noches sin dormir.
Y aunque todos te dicen “sigue tus sueños”, nadie te advierte que esos sueños a veces vienen con facturas que no cuadran y una buena dosis de ansiedad existencial.
En medio de todo eso, una pregunta me cambió la perspectiva:
“Si de todas maneras ya estás incómoda, ¿por qué no incomodarte por cumplir tu sueño?”
Esa pregunta se volvió mi mantra.
No me quitó el miedo, pero me ayudó a ponerlo en su lugar. Porque el miedo no desaparece cuando decides avanzar: solo cambia de forma.
Pasa de ser miedo a lo desconocido, a miedo a fallar… y luego a miedo a no estar a la altura.
Pero entre todos esos miedos hay un hilo invisible que te recuerda por qué diste el paso.
Renunciar no fue el final del miedo, fue el comienzo de otro
Renunciar no fue fácil. Y emprender, menos.
Nadie te cuenta que perseguir tu propósito también implica desorden, incertidumbre y noches de insomnio. Que hay momentos en los que extrañas la estabilidad, el equipo, la estructura…y te preguntas si tomaste la decisión correcta.
Pero también hay algo que nadie te puede explicar hasta que lo vives:
la profunda satisfacción de saber que cada paso, por pequeño que sea, está alineado con lo que realmente quieres construir.
Movimiento con sentido
El movimiento sin propósito desgasta. El movimiento con sentido da calma.
No hay fórmula mágica. Solo el trabajo silencioso de conocerse y confiar en ese conocimiento.
Dejar de correr por miedo a quedarse atrás y empezar a moverse porque el paso siguiente tiene sentido. Tu sentido.
Hoy ya no corro porque “el mundo no para”. Prefiero avanzar con intención, aunque eso signifique ir más lento.
Porque correr puede hacernos saltar pasos, y perder los aprendizajes esenciales que sostienen lo que viene después.
El cambio empieza en silencio
En este camino aprendí que el cambio no siempre se siente como una gran transformación externa.
A veces es silencioso.
A veces empieza el día que admites que ya no te sientes tú misma en el lugar donde estás.
O el día que dejas de justificar por qué algo “debería” hacerte feliz y empiezas a preguntarte si realmente lo hace.
El miedo al cambio y el miedo a no avanzar
El miedo al cambio y el miedo a no avanzar son primos cercanos.
Ambos aparecen cuando estás al borde de una nueva versión de ti misma.
El primero susurra: “¿y si todo sale mal?”
El segundo, más sutil, pregunta: “¿y si nunca descubrías lo que podrías lograr?”
La diferencia está en a cuál decides escuchar más fuerte.
Hoy, después de meses de haber tomado aquella decisión, no puedo decir que todo sea más fácil. Pero sí puedo decir que todo tiene más sentido.
Cada logro, por pequeño que parezca, tiene el sabor de la coherencia.
De saber que incluso los pasos torpes están alineados con mi propósito personal.
Porque toda transformación implica un desprendimiento: soltar quién eras para darle espacio a quien puedes y quieres ser.
Y aunque duela, vale la pena.
Te dejo las preguntas que me han acompañado en este proceso.
Tal vez no tengan una respuesta inmediata, pero pueden abrirte una puerta:
¿Qué versión de ti está lista para salir, pero aún no le diste permiso?
¿Qué harías hoy si supieras que fallar te puede traer más recompensas que no hacerlo?
¿Qué pasaría si dejaras de ser quien crees que “debes ser” y empezaras a ser quien realmente eres?