Miedo al cambio vs miedo a no avanzar.

No es el cambio lo que me da miedo. Es perderme en el intento de estar siempre avanzando.

Nos enseñaron a temerle a quedarnos quietos. En el trabajo, en la vida, en las redes. Avanzar se volvió una obligación silenciosa, y cambiar, una especie de prueba de valentía. Pero con el tiempo, y en medio del burnout, entendí que moverse también cansa, y que avanzar sin pausa puede sentirse igual que no llegar a ningún lado.

 

El cambio no es el problema, es la transición

He cambiado muchas veces: de país, de casa, de roles, de equipos. El salto nunca fue el problema. El verdadero desafío está en la transición: ese tramo donde todavía no pertenezco del todo, donde todo es nuevo y aún no siento que aporto mi valor único.

Ahí aparece el desgaste. La duda. Ese diálogo interno que repite que no doy la talla. Es una etapa donde el entusiasmo convive con el miedo, y donde a veces me pierdo intentando demostrar que merezco estar ahí, buscando validación externa a través de resultados rápidos.

Es en ese esfuerzo por parecer que ya llegué, cuando en realidad apenas estoy empezando, donde mi identidad empieza a desdibujarse.

 

La urgencia como refugio

Con los años entendí algo simple pero profundo: no es el cambio lo que me asusta, es perderme en la urgencia de avanzar sin pausa.

Cuando me he sentido estancada, la urgencia ha sido mi refugio. Recuerdo una época en la que todo cambiaba en la empresa: liderazgo nuevo, dinámicas nuevas, formas distintas de pensar el diseño y la estrategia. Y yo ya no tenía energía para volver a empezar, para ganarme un lugar otra vez o entender un nuevo sistema.

Mientras el mundo seguía avanzando, yo me sentía atrapada: entre la rutina y la falta de espacio para crecer.

 

El costo de avanzar sin dirección

Así que me fui. Rápido. Sin mucha claridad, solo con el impulso ansioso de moverme hacia donde el pasto parecía más verde. Pero ese nuevo lugar no era para mí. Estaba desconectada, usando habilidades que no me apasionaban y persiguiendo objetivos que no me importaban. Aunque en el currículum era un “avance”, en el día a día era un vacío.

Y entendí, a la fuerza, que avanzar solo por avanzar puede ser la forma más rápida y más dolorosa de estancarse.

 

 

El verdadero motor es conocerse

Con el tiempo aprendí que no se trata de moverse o quedarse quieta, sino de conocerse. Cuando sabes quién eres, qué te importa y qué quieres construir, el miedo cambia de forma.

El miedo a no avanzar se vuelve motor. Pero ya no empuja con ansiedad, sino que impulsa con dirección.
Y el miedo al cambio se reduce, porque la incertidumbre deja de ser un abismo y empieza a parecerse más a un plan.

 

Movimiento con sentido

El movimiento sin propósito desgasta. El movimiento con sentido da calma.
No hay fórmula mágica. Solo el trabajo silencioso de conocerse y confiar en ese conocimiento.
Dejar de correr por miedo a quedarse atrás y empezar a moverse porque el paso siguiente tiene sentido. Tu sentido.

Hoy ya no corro porque “el mundo no para”. Prefiero avanzar con intención, aunque eso signifique ir más lento.
Porque correr puede hacernos saltar pasos, y perder los aprendizajes esenciales que sostienen lo que viene después.


Lo que sostiene el cambio

Al final, son esas pequeñas bases -la calma, la claridad, la experiencia— las que realmente sostienen cualquier proceso de cambio.

Avanzar con propósito, para mí, es un movimiento deliberado, significativo y coherente. No es moverse por obligación, sino por convicción.
Y cuando el propósito está claro, el miedo al cambio se transforma: deja de ser empuje vacío y se vuelve guía.

 

El avance silencioso también cuenta

A veces, el avance más real ni se nota.
Ocurre en silencio, cuando decides quedarte lo suficiente como para ver florecer lo que cambió adentro.
Y entonces sí, puedes mirar atrás y reconocer una versión distinta de ti:
más tranquila, más consciente, y sobre todo, mucho más tuya.